miércoles, 24 de abril de 2013

1. En lo que se entretuvo su mente mientras dejaba salir de su cuerpo lo que le sobraba



     La página estaba en blanco. No la temía. No sabía sobre qué iba a escribir, pero eso no le preocupaba lo más mínimo, o eso se decía. Se rascaba la cabeza y se despeinaba cada tanto, en un intento por desordenar las ideas. Cuando por fin sintió algo, fue en las tripas y no sobre el papel; ganas de cagar, igual que una hora antes había sentido ganas de escribir. «Debo procurar que me sea igual de fácil escribir que cagar ―pensó―; escribir sólo cuando tenga ganas, aunque no sepa qué va a salir, en qué cantidad ni en qué forma». Y en eso entretuvo su mente un poco más tarde, mientras dejaba salir de su cuerpo lo que le sobraba.


Y en esto entretuve mi mente mientras dejaba salir de mi cuerpo lo que me sobraba

Antes que nada echo el pestillo en la puerta, no vaya a ser que alguien entre.  No me gusta cagar en público; y tengo culpa, sin embargo, en haber dado recitales de poesía. La gente aplaude cuando le gusta y también cuando no; la gente aplaude. Ahora sí, tras el debido encierro, lo segundo es desabrocharme el cinturón. Lo tercero, desabrocharme el pantalón. Lo cuarto, dar la espalda al retrete. Lo quinto, bajarme el pantalón, y lo sexto los calzoncillos. Lo séptimo, con el culo al aire, dejarlo reposar sobre el retrete. Un mínimo orden es importante para que todo vaya bien. Lo octavo, por fin, dejar que mi cuerpo haga lo que siente que debe hacer sin que mi mente le imponga ya restricciones de ningún tipo. Nadie mira. Nadie está aquí salvo yo. Puedo entonces cagar con total libertad.
Mientras dejo que mi cuerpo obre, se me ocurre que uno cuando caga no piensa en lo que está saliendo; lo siente salir pero no piensa en ello. Piensa en otras cosas, mira hacia otro lado. Ésa es la gran utilidad del retrete: la despreocupación que te procura; sabes que lo que ha de caer ahí adentro, caerá dentro. Eso te permite desocupar la mente y darle, a la mente, la misma libertad que un instante antes se le dio al cuerpo.
No me gusta leer en el cuarto de baño; no entiendo cómo alguien puede leer en ese momento algo que sea digno de ser leído.
Suelo hacer como que no hago nada, como que no pienso en nada, como que ni siquiera estoy ahí. Casi sin darme cuenta, me desvanezco, y dejo de existir tal y como me conozco por un rato. Surgen entonces las otras cosas.
De pronto la puerta cerrada del baño, vista desde dentro, se transforma en una puerta. Siempre lo fue, pero ahora es una puerta. Y está rodeada por un marco, también de madera. Las paredes están alicatadas con azulejos de color blanco y amarillo, con dibujos geométricos de flores que se multiplican y repiten uno junto al otro como un ejército de margaritas robóticas desfilando, blancas y amarillas, amarillas y blancas: «¡A la guerra! ¡A la guerra!» Y la puerta ahora es una puerta, y si la abriera nada podría contener aquí adentro al ejército. El lavabo es una montaña sagrada y en su cumbre hay dos altares: uno para el hielo y otro para el fuego. La bañera es una laguna estigia, y la ducha una lluvia que puede invocarse a voluntad. Las cortinas de la bañera son las cortinas de un teatro. Y para mirar al cielo no miro arriba, sino abajo. El gran cielo de las posibilidades está en el suelo, en las baldosas pobladas de un millar de formas sin forma, de pareidolias, de imágenes que no están ahí pero que pueden ser vistas, igual que vemos cafeteras y árboles en las nubes,  o en las estrellas sagitarios, toros y dioses que batallan. En una de las baldosas se oculta la cabeza de un león que es ya casi mi amigo. Siempre que me siento a cagar juego a encontrarlo, pues no siempre recuerdo exactamente en qué baldosa se escondió la última vez. Y cuando por fin lo encuentro descubro, cada vez, que está en el mismo sitio; entonces al verlo lo recuerdo: en la misma baldosa de siempre, agazapado, esperando que pase una gacela. Nunca he conseguido encontrar a la gacela.
Después, de súbito, me doy cuenta de que el olor a mierda lo ha invadido todo. Desaparece de pronto el ejército de margaritas robóticas, el león y todo lo demás. La puerta vuelve a ser la puerta; la puerta que fue siempre antes de convertirse en puerta.
Hay que acabar y limpiarse. Reparo en el hecho de que habitualmente no observo el resultado hasta después de levantarme, y no se me ocurre, ahora, ninguna razón para no mirar antes. Aún sentado, me aparto los huevos colgantes a un lado para mirar lo que hay allá en lo hondo. Un lodazal hediondo de desechos sin forma, nada que haya conseguido sostenerse en pie.
Tras limpiarme, observo el papel blanco untado de mierda. Ahora el culo lo tengo limpio, y el papel está sucio. También la página es blanca antes de escribir sobre ella. Es absurdo temer a la página en blanco; hay que untarla, hay que limpiarse el culo con ella.
Tras subirme de nuevo el pantalón y abrocharme el cinturón, tiro de la cadena. Y el ruido de la cisterna al terminar de cagar me recuerda aquellos recitales de poesía; cómo, al acabar, la gente aplaudía.

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